Header

Locura barrial

¿Qué persona -de un barrio o que haya pasado por muchos- no recuerda algún hombre de la zona con problemas mentales, al que todos apodaban de una manera u otra, con cariño o despectivamente?. Atrás de esa persona desdichada, comenzaban a tejerse historias y fabulaciones de cómo había perdido la compostura. La nota es una recorrida por los barrios buscando anécdotas y personajes, para hacer una especie de turismo del chiflado.

Los fantasmas del árbol

En una zona tranquila de Ituzaingo, hay una cuadra maldita que hace jugar malas pasadas. Ahí hay un prostíbulo, donde muchos de los tipos que van a sacarse las ganas terminan con un buen susto. Porque enfrente de ese puterío con sauces llorones en la puerta, vive en su casa El Bobe, un señor que ronda los 40 años.
Una vez, no se sabe cuando, Bobe –Luis, según el documento- salió de su casa a sacar la basura, y tuvo una visión: “empezó a ver la gente que entraba al antro ése, y de repente veía salir de los sauces unas personas, o fantasmas, que no eran las que habían entrado al local” comenta Leonela, vecina del lugar, y agrega “entonces se metió adentro y empezó a apagar las luces para que se metieran los fantasmas de nuevo al árbol, y cuando alguien pasaba prendía y apagaba la luz para prevenir a la gente de los espíritus que el miraba”.
Luis todavía mantiene esa costumbre, y cada vez que alguien pasa por la puerta de la casa, hace intermitencias con la luz de afuera. Incluso hay ocasiones en las que sale y comienza a gritarle a las personas que se vayan, y hasta los llega a correr a la esquina. Para colmo “el prostíbulo fue anteriormente un templo umbanda”.
Más de una persona que haya ido a buscar placeres sexuales a ése cabaret de Ituzaingo, habrá terminado asustándose por los destellos de los faroles de Bobe, y por sus gritos.

Ciudadela, atracción turística

Son las 18 de un miércoles y el ferrocarril Sarmiento está desbordando de hombres, mujeres e incluso travestis que vuelven de trabajar. Un promedio de dos personas por vagón se baja en la estación de Ciudadela, un lugar con mucha oferta sexual, panaderías, verdulerías, carnicerías, ferreterías y algún que otro local de ropa.
Dejando afuera el intercambio dinero por sexo, el barrio no tiene nada para lograr que más gente se baje en su andén. Pero hay historias, pequeñas, que atraerían la atención de más de un pasajero del Sarmiento.
Una de esas historias es la del Loco Carlitos, un tipo del que se sabe poco, sólo su labor: quemar cosas. El piromaníaco de Carlitos se dedica todo el día a juntar basura -bolsas, latas, cartones, telgopores, todo aquello que pueda ser destruido por el fuego-. Luego se dirige a la esquina de Estero Bellaco y Buenos Aires, debajo de una fábrica abandonada y arma una hoguera, y se queda mirando horas y horas el fuego. Por momentos se pone violento con la gente que pasa, pero sólo hasta que las llamas se consumen. Ahí es cuando vuelve a arrancar con su ceremonia.
Las causas de su locura no son muy conocidas, aunque la que suena con mayor firmeza por Ciudadela Sur es que la fábrica de bulones en la esquina mencionada, era su lugar de trabajo hasta que cerró. Carlitos se quedo sin empleo y ahí empezó a perder la compostura.
Igualmente el ex obrero tiene competencia barrial, hay otra persona que quiere sacarle el trono de orate. Por Ciudadela Norte está Nahuel, un tipo de unos cincuenta años, con saco, pelo largo y anteojos, que tiene una caminata renga. Transita a cualquier hora, con absoluta naturalidad y tranquilidad, hasta que alguien le grita de repente “¡Nahuel!”. En ese momento es cuando reacciona y empieza a correr para agredir al que le gritó, mientras lo va insultando.
El motivo de su repentina violencia, se debe a que en realidad, su verdadero nombre es Oscar, y Nahuel se llamaba el hermano, que murió –lo mataron, se cree que en un asalto-. A partir de ahí cada vez que se lo nombran se pone loco. Hace tres años, en una charla con el que escribe ésta nota, Oscar demostró ser una persona sincera y centrada. Dio consejos para manejarse en la vida, pero jamás mencionó el tema del hermano.



Salta… “La loca”

En la capital salteña, entre el calor agobiante y la puna, hay varios casos que merecen ser contados. Para federalizar a los locos, al menos.
En las diferentes esquinas, desde las 8 hasta la medianoche, cumple su labor Aguita o Cuki, ayudando a toda persona perdida, ya que conoce el recorrido de todos los colectivos de la ciudad de Salta de memoria. Alterna su trabajo estando unas horas de pie, para luego comenzar a realizar unos movimientos que tratan de imitar a un avión, mientras trata de hacer ruidos de turbina.
Eduardo –su verdadero nombre- viene cumpliendo su labor desde hace diez años aproximadamente. Sus problemas mentales es adjudicado por los vecinos a un enrollo genealógico, porque Cuki, es fruto de una relación entre su madre y su abuelo materno.
Por diferentes traumas, recién aprendió a hablar a los 5 años: “Estaba con mi hermano y lo llevamos al Aguita a mi casa, yo me quedo con el, y de repente de atrás sale mi hermano con una máscara de monstruo y lo asusta tanto que sale corriendo mientras grita ` ¡mamá!´. Esa fue su primer palabra” recuerda Carlos, amigo de la infancia.
También en Salta hay una banda de cuatro “vagos” - Goma-Goma, Bochini, El Negro y Monchi- que viven desde hace siete años bajo un árbol en una plaza. “Estaban casi todo el día mangueando ahí para el chupi” explica Carlos.
La banda sigue en el mismo lugar, aunque ahora sin Bochini, que murió de cirrosis hace 2 años.

¿LOCO? del subte D


Historias más, historias menos

Como cuadro de honor, historias y personajes que no se pueden dejar afuera de la nota, como el Profesor Loco de Barracas, que luego de ser despedido de la escuela pública del barrio, se iba a la puerta de su ex trabajo todos los días, les hacía puentecito a los alumnos y les preguntaba cosas como “¿Cuánto mide un ángulo recto?. Si la respuesta era correcta, el joven estudiante zafaba, pero si le erraba al interrogante, el ex docente seguía atormentándolos hasta que acertaran alguna consigna.
En Ramos mejía, por la madrugada de los fines de semana, está El Titi, un hombre de unos 30 años, fiel espectador de los partidos de Vélez Sarfield, con carencia absoluta de todos sus dientes y un aspecto similar al de Cristo. De adolescente era un habilidoso jugador de básquet, “la embocaba de todos lados, tenía muy buena puntería el tipo, pero si empezaba a correr, daba dos pasos y se caía” recuerda Matías, compañero suyo en el club Estudiantil porteño.
Los diálogos con el gran basquetbolista son imposibles de realizar… no se le entiende una sola palabra de lo que dice, habla nada más que con ruidos. Reconocido y querido por toda la noche del oeste, Titi siempre es invitado para una cerveza, un traguito fuerte, y algún otro vicio que lo hace rebalsar de felicidad.

0 interesados:

Poco (Canción oficial del blog)